Lo primero que sentí fue el meneo de la cama, pensé por un momento que era mi perro Thor que se había colado, revisé y no estaba bajo las sábanas ni debajo de la cama. La lámpara empezó a hacer movimientos de vaivén, no había duda estaba temblando, cogí mis zapatos pero antes siquiera de poder calzarme, oí el sonido de metales doblándose, y lo último que recuerdo fue la presión del techo que cayó sobre mí. El meneo de la cama me despertó otra vez, me levanté de golpe, mi cuarto estaba como siempre, la lámpara empezó a danzar, me coloqué los zapatos y salí a buscar a Thor, él pobre aullaba sobre su cojín, le cogí en brazos y me monté en el ascensor. —Madre mía de la que nos salvamos —le dije a Thor. Pero la alegría no duro mucho, cuando llegamos a la planta inferior la luz se apagó y se detuvo el aparato. Oí un chirrido y una sensación de vacío en el estómago me advirtió que caíamos. Volví a mi cama, la habitación estaba igual, corrí hacia Thor le cogí en brazos y bajé descalza la escalera a trompicones, llegué a la calle y vi al edificio partirse en dos. Desperté exaltada, verifiqué que nada se movía y recordé que ya hace años no vivo allí.
Otra vez estaba sentada allí en la misma mesa, podía sentir sus ojos en mí, ella no podía aguantar la curiosidad, le gustaba observar mi forma de barajar las cartas y de escribir. Todos los días sabía que vendría al mismo café en que yo estuviese porque aunque ambas tratábamos de evitarlo compartíamos un nexo, las cartas me lo habían dicho ya hace tanto tiempo. Ella era una escritora lo sabía porque el arcano mayor de la emperatriz la representaba y sus dedos manchados de tinta me lo confirmaban, era una creadora de mundos y yo era su contraparte la sacerdotisa. Ambas éramos escritoras de destinos, yo del de ella y ella del mío... Un mismo café y el olvido.